HOMILIA
Benedicto XVI, Papa
Ángelus(24-08-2008): Nuestra respuesta a Cristo
Castelgandolfo
Sunday 24 de August de 2008
La liturgia de este domingo nos dirige a los cristianos, pero al mismo tiempo a todo hombre y a toda mujer, la doble pregunta que Jesús planteó un día a sus discípulos. Primero les interrogó diciendo: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?". Ellos le respondieron que para algunos del pueblo él era Juan el Bautista resucitado; para otros, Elías, Jeremías o alguno de los profetas. Entonces el Señor interpeló directamente a los Doce: "¿Y vosotros quién decís que soy yo?". En nombre de todos, con impulso y decisión, fue Pedro quien tomó la palabra: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". Solemne profesión de fe, que desde entonces la Iglesia sigue repitiendo.
También nosotros queremos proclamar esto hoy con íntima convicción: ¡Sí, Jesús, tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! Lo hacemos con la conciencia de que Cristo es el verdadero "tesoro" por el que vale la pena sacrificarlo todo; él es el amigo que nunca nos abandona, porque conoce las expectativas más íntimas de nuestro corazón. Jesús es el "Hijo del Dios vivo", el Mesías prometido, que vino a la tierra para ofrecer a la humanidad la salvación y para colmar la sed de vida y de amor que siente todo ser humano. ¡Cuán beneficioso sería para la humanidad si acogiera este anuncio que conlleva la alegría y la paz!
"Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". A esta inspirada profesión de fe por parte de Pedro, Jesús replica: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos". Es la primera vez que Jesús habla de la Iglesia, cuya misión es el cumplimiento del plan grandioso de Dios de reunir en Cristo a toda la humanidad en una única familia.
La misión de Pedro y de sus sucesores consiste precisamente en servir a esta unidad de la única Iglesia de Dios formada por judíos y paganos de todos los pueblos; su ministerio indispensable es hacer que no se identifique nunca con una sola nación, con una sola cultura, sino que sea la Iglesia de todos los pueblos, para hacer presente entre los hombres, marcados por numerosas divisiones y contrastes, la paz de Dios y la fuerza renovadora de su amor. Por tanto, la misión particular del Papa, Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, consiste en servir a la unidad interior que proviene de la paz de Dios, la unidad de cuantos en Jesucristo se han convertido en hermanos y hermanas.
Ante la enorme responsabilidad de esta tarea, siento cada vez más el compromiso y la importancia del servicio a la Iglesia y al mundo que el Señor me ha confiado. Por eso, os pido, queridos hermanos y hermanas, que me sostengáis con vuestra oración para que, fieles a Cristo, podamos anunciar y testimoniar juntos su presencia en nuestro tiempo. Que nos obtenga esta gracia María, a la que invocamos confiados como Madre de la Iglesia y Estrella de la evangelización.
Homilía(21-08-2011): ¿Cuál es tu modo de conocer a Cristo?
Santa Misa durante la XXVI Jornada Mundial de la Juventud.
Aeropuerto Cuatro Vientos de Madrid
Sunday 21 de August de 2011
Queridos jóvenes:
He pensado mucho en vosotros en estas horas que no nos hemos visto. Espero que hayáis podido dormir un poco, a pesar de las inclemencias del tiempo. Seguro que en esta madrugada habréis levantado los ojos al cielo más de una vez, y no sólo los ojos, también el corazón, y esto os habrá permitido rezar. Dios saca bienes de todo. Con esta confianza, y sabiendo que el Señor nunca nos abandona, comenzamos nuestra celebración eucarística llenos de entusiasmo y firmes en la fe.
Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría que hemos recibido. Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor. Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?
En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.
Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.
Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.
En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.
Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.
Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.
De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.
Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Fundación Gratis Date, Pamplona, 2004
El regalo más grande
Mt 16,13-20
El evangelio de hoy tiene que hacernos experimentar la maravilla de la fe. Con frecuencia, estamos demasiado «acostumbrados» a creer; hemos nacido en una familia cristiana y nos parece lo más natural del mundo. Sin embargo, hemos de admirarnos del regalo de la fe, de que también nosotros podamos decir a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», pues eso no nos viene de la carne ni de la sangre, sino que nos ha sido revelado por el Padre que está en los cielos. La fe es el regalo más grande que hemos recibido; más grande incluso que la vida, pues la vida sin fe sería absurda y vacía.
Por ello hemos de agradecer al Señor el don de la fe y hemos de sentirnos felices de creer. ¿Siento la dicha de ser creyente, cristiano, católico? ¿O vivo mi fe como un peso, una rutina, una costumbre? ¿Me preocupo de cultivar mi fe y hacerla crecer, de formarme bien como cristiano? Lo mismo que la gente se equivocaba al decir quién era Jesús, también en nuestra mente hay errores, opiniones o ideas equivocadas. ¿Procuro irlas desechando? Y la alegría de creer ¿me lleva a dar testimonio ante los demás, a manifestarme como creyente? ¿ O en cambio me avergüenzo de Cristo?
Pedro sigue estando presente hoy en el Papa, que ha recibido la autoridad de Cristo para atar o desatar. Debe escucharle como padre y pastor, seguir sus enseñanzas. ¿Me apoyo en la firmeza de la roca de Pedro? ¿Estoy contento de ser hijo de la Iglesia?
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Semana XIX-XXVI del Tiempo Ordinario. , Vol. 6, Fundación Gratis Date, Pamplona, 2001
Cristo otorga las llaves del Reino de los cielos a Pedro después de su profesión de fe. Alude a este poder de las llaves en el Antiguo Testamento la primera lectura. San Pablo corona sus reflexiones sobre el destino de Israel con un himno a la infinita sabiduría de Dios.
El Concilio Vaticano II dijo que toda la Iglesia es como un sacramento visible de unidad y de salvación (LG 1). Por ello ha sido providencial la figura de Pedro, como signo vivo y permanente que garantiza la unidad visible de las comunidades eclesiales. Sin Cristo no existiría la Iglesia, pero ésta tiene que ser como la quiso Cristo, no como la quieran los hombres. En el querer de Cristo está la figura de su Vicario visible: el Papa. Donde está Pedro allí esta la Iglesia. Donde están Pedro y la Iglesia, allí está también la plenitud operante del Misterio de Cristo entre los hombres.
–Isaías 22,19-23: Colgaré de su hombro la llave del palacio de David. En el ambiente del Antiguo Testamento el signo de los poderes y de la responsabilidad sobre la suerte del pueblo era la imposición de las llaves sobre los hombros de los elegidos.
La función de las llaves es el poder de abrir y cerrar la casa del rey, soberano absoluto, y corresponde al primer ministro o visir. Es como el plenipotenciario del rey, el que hace sus veces. Ésta será en el Nuevo Testamento la función de Pedro en la Iglesia, reino de Dios. En las antífonas «O», antes de Navidad se dice el 20 de diciembre: «Oh llave de David y cetro de la Casa de Israel». Es el poder que Cristo confió en primer lugar a Pedro y a sus sucesores, luego a los demás apóstoles. Estos la otorgan a los obispos y sacerdotes para perdonar los pecados en el sacramento de la penitencia. Es la gran misericordia del Señor para con el hombre pecador.
–Por esto cantamos en el Salmo 137: «Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos. Damos gracias al Señor por ello con todo nuestro corazón, lo alabamos, lo veneramos, le damos gracias. Él nos escucha cuando lo invocamos... se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio». Cristo que, siendo rico se hizo pobre, anima a su Iglesia en medio de las pruebas, para que nunca desfallezca, sino que tenga siempre sus ojos puestos en su gran misericordia.
–Romanos 11,33-36: Cristo es origen, guía y meta del universo. San Pablo, al término de su reflexión sobre el misterio de Israel y sobre el papel de la ley de la salvación, ve caer por el suelo los esquemas en que él creyó y, como iluminado por la luz de Cristo, prorrumpió en este grito que exalta la sabiduría y la libertad divina en la disposición de la historia salvífica de la humanidad. «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!». Dice San Jerónimo:
«Cuando el pueblo sea llevado al cautiverio, porque no tuvo ciencia, y perezca de hambre y arda de sed, y el infierno agrande su alma; y bajen los fuertes y los altos y gloriosos a lo profundo, y sea humillado el hombre, y haya recibido conforme a sus méritos, entonces el Señor será exaltado en el juicio, que antes parecía injusto; y Dios será santificado por todos en la justicia... Por lo cual debemos cuidar no adelantarnos al juicio de Dios, cuyos juicios son grandes e inenarrables, y del cual dice el Apóstol: «Inescrutables son tus juicios e imposibles de conocer sus caminos» (Rom 11,35). Hasta que Él ilumine las cosas ocultas en las tinieblas y abra los pensamientos de los corazones» (Comentario sobre el profeta Isaías 4,3).
–Mateo 16,13-20: Tú eres Pedro y te daré las llaves del Reino de los cielos». La promesa del Primado constituye, además de un acontecimiento histórico evangélico, un designio eclesiológico en la intención de Cristo. Pedro es la realidad básica y permanente de la Iglesia, que perdura por iniciativa y garantía de Dios, llámese como se llame. San Hilario de Poitiers escribe:
«La confesión de Pedro obtiene plenamente la recompensa merecida, por haber visto en el hombre al Hijo de Dios (Mt 16,13-19). Es dichoso, es alabado por haber penetrado más allá de la mirada humana viendo lo que venía no de la carne, ni de la sangre, sino contemplando al Hijo de Dios revelado por el Padre celestial. Y es juzgado digno de reconocer el primero aquello que en Cristo es de Dios.
«¡Oh feliz fundamento de la Iglesia, proclamado con su nuevo nombre; piedra digna de ser edificada, porque quebranta las leyes del infierno, las puertas del Tártaro y todas las prisiones de la muerte! ¡Oh dichoso custodio del cielo, a cuyo juicio son entregadas las llaves del acceso a la eternidad; cuyas decisiones, anticipadas en la tierra, son confirmadas en el cielo! En su virtud, aquello que ha sido atado o suelto en la tierra, recibirá en el cielo la condición de una decisión idéntica» (Comentario al Evangelio de San Mateo 16,7).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario